domingo, 19 de diciembre de 2010

Reproches a los dioses


Muchos de nuestros pensamientos giran entorno a los dioses, sean cuales sean estos. En cuantos gestos y palabras aludimos a los omniscientes. Una simple despedida la señalamos con un adiós, mostrando el francés un pragmatismo elevado con su adieu, que no es un hasta luego, ni un hasta pronto, sino más bien un hasta nunca. Cualquier momento existencial es propicio para ello, no se ha de estar en uno de esos templos donde las almas encuentran el sosiego y la calma necesaria para entablar hilo directo con las celestiales deidades. No seré yo quien niegue la propicia predisposición que nos brindan tan sacros lugares. Pero donde nuestras mentes parecen tener mayor inclinación a evocaciones divinas es en el lecho, sea este de muerte, como se sostiene en la cercana de Voltaire que atacado por tardíos arrepentimientos de sus ateísmos quiso conciliarse con Dios antes de exhalar el último de sus suspiros, de armonizar sus postreros pensamientos. Que lo consiguiera o no será un enigma más que añadir a mi incontable colección de ellos. Cuando nos atormentan inquietudes invocamos favores y bienaventurados auxilios. También están presente en el tálamo a la hora de aliviar las urgencias de las inexcusables llamadas de la carne. ¿A qué hombre no le ha llenado de satisfactoria vanidad, elevando hasta el paroxismo sus virilidades, el oír a su amante, mientras suspira su gozo, una exclamativa: ¡Ay, Dios mío...!? Excluyendo, por obvias razones, a quienes les gusta gozar de los amores propios sin despreciar los ajenos, aterrados ante un ¡Ay Dios mío, mi marido!
En fin, si algo he de reprochar es la inequívoca ausencia de señales de tan celestiales entes, que aplaquen y alivien los rigores de los mundanales padecimientos que a todos nos afectan. Dios debería de existir.

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